martes, mayo 16, 2006

Los Estudios Culturales como alternativa para la construcción de una Bibliotecología de la esperanza

2. Toda fuga supone un encuentro
Los Estudios Culturales y las prácticas intelectuales latinoamericanas como posibilidad de resistencia al pensamiento único y alternativa de construcción de conocimiento autóctono.


Los Estudios Culturales latinoamericanos, que a mi modo de ver son mal llamados estudios subalternos, por lo que tienen de contradisciplinares y, por eso mismo, contrametodológicos, contribuyen significativamente a los propósitos de un gran conjunto de movimientos emancipatorios que responden y se resisten a los imperativos del pensamiento único, mediante las investigaciones orientadas a la generación de un discurso propio, en el que se reivindique y afirme nuestra identidad, autonomía y autoctonía.

Desde los Estudios Culturales se trabaja en la sistematización de la tradición intelectual latinoamericana, según la cual Latinoamérica es concebida como un espacio de prácticas epistemológico-teóricas en el que se articula una heterogeneidad de identidades que, aunque históricamente han sido expropiadas o excluidas, aún conserva la capacidad de interrogarse, pensarse, representarse y actuar autóctonamente, para no seguir leyendo pasivamente los discursos del otro, sino para construir un discurso con el otro.

Santiago Castro-Gómez habla de la “supervivencia cultural” de la humanidad amenazada por la globalización neoliberal. Aquí le estamos poniendo apellido a la globalización, simplemente porque este concepto ha sido apropiado por el poder y definido amañadamente a favor de sus intereses. Pero hay otra globalización, que es la solidaria, la humanitaria, la que resiste a esa abominable intención de convertir el mundo en un mercado en el que los seres humanos somos un recurso más, que se gestiona con las mismas estrategias técnicas que utilizan para administrar los recursos materiales, tecnológicos y financieros. Así que siendo nosotros una mercancía más que se puede integrar o excluir en las negociaciones y en los flujos comerciales, pierden validez nuestras formas de vida, nuestros conocimientos y nuestra cultura.

El reto que tenemos es el de aprender a escribir la realidad para poderla leer. Pues en la medida en que se nombra la realidad es posible transformarla, esto significa aprender a generar la conciencia crítica necesaria para la autodeterminación y la liberación de las ideologías con las que se sustentan las formas de opresión que limitan el despliegue de nuestra dignidad.

Alejandro Piscitelli, el filósofo argentino dedicado al estudio de las ciberculturas, dice que tenemos que plantarnos firme e inteligentemente frente al fundamentalismo digital de personajes como Bill Gates y Nicholas Negroponte, cuando nos quieren vender la pesadilla tecnocrática como la mayor conquista de la humanidad. Pues la revolución tecnológica que parece hacer posible una sociedad del conocimiento, en tanto desconozca la realidad real es un proyecto mentiroso y dogmático que Piscitelli llama una de las burradas que muchos gobernantes y educadores se han creído. Piscitelli plantea la necesidad de una forma postecnocrática de hacer/pensar a partir de una crítica radical de aprendizaje, porque “estamos en medio de un proceso de reformulación del significado y de los fines de la educación” y no podemos seguir haciendo con la ayuda de “máquinas más o menos tontas” lo que se ha hecho mal en el campo de la educación hasta hoy. Y lo mismo cabe decir para la Bibliotecología.

La nueva forma tecnocrática de habitar nuestro mundo es apenas una lógica economicista que sostiene la idea de que lo cultural se produce y se mercantiliza. Pero es apenas una lógica entre muchas otras que están en permanente lucha por el poder. Y es precisamente nuestra lógica lo que nos concierne y nos corresponde construir, como sentido propio o imaginario cultural a partir de las interacciones entre lo local y lo global.

El reto que desde la perspectiva de los Estudios Culturales se plantea es el de hacernos cargo de lo que nos corresponde no sólo como ciudadanos sino, además, como intelectuales que empezamos a abrir caminos en un campo emergente e inexplorado en gran medida, lo que nos remite a las tareas de repensar los conceptos con que nombramos el mundo y nuestro papel en éste, para definir las problemáticas y los objetos de conocimiento que nos conciernen. Y como intelectuales, la tarea parte de concentrar los esfuerzos de nuestro talento no a saber lo que se puede decir y hacer según lo dicta el sistema dominante, sino a saber todo lo que se debe pensar para actuar en correspondencia con lo que tenemos y lo que queremos ser.

Esto se basa en entender al ser humano como un ser dotado de la capacidad de pensar, y en consecuencia, con la posibilidad de hacerse a sí mismo, de tomar decisiones propias, de crear valores y dirigir su propia biografía, su propia historia. Pero si el ser humano es inevitablemente un ser social, entonces la cultura es una construcción social, una estructura definida por el conjunto de relaciones que los individuos establecen entre sí, con la misma estructura y con otras colectividades. Esto nos lleva a preguntarnos por las características de esas relaciones sociales, y encontramos que esa estructura es un campo de conflictos y de confrontación de intereses, con unas zonas sociales (conjunto de relaciones sociales) que se ubican funcionalmente en los centros de poder, y otras que son relegadas a la periferia en tanto que no aportan al imperativo fundamental del sistema, que es la acumulación de capital, en el caso del actual sistema mundo en que habitamos.

Daniel Mato diferencia entre estudios culturales y prácticas intelectuales latinoamericanas en cultura (lo simbólico social) y poder (lo político en lo cultural). Plantea que las prácticas intelectuales ponen en cuestión las fronteras disciplinarias y académicas. Estas prácticas son realizadas por intelectuales que cuestionan la producción investigativa y académica en los contextos oficiales, controlados por estándares e indicadores basados en los mismos intereses del sistema tecnoeconómico, el mismo que desacredita y deslegitima la validez de las prácticas intelectuales que participan directamente de procesos sociales, y forman parte de prácticas extraacadémicas que no producen para los intereses de las industrias editoriales. Según esto, Mato afirma que “las universidades cada vez se distancian más de las sociedades a las cuales se supone deberían “servir””(2). En este sentido, si aceptamos esta afirmación, se corre el riesgo de que se produzca una deslegitimación social de lo que estamos haciendo en esta Universidad y en la misma Escuela Interamericana de Bibliotecología, no sólo en el campo de la formación de profesionales sino en el de la investigación y la producción académica.

Frente a esta situación es necesario emprender acciones para generar o recuperar y fortalecer los espacios que no se han tenido o que se han perdido para la confrontación, la discusión y la realización de proyectos de intervención y transformación que, desde esa perspectiva desacreditadora, son llamados subalternos, pero que en realidad no son otra cosa que nuestros proyectos, es decir, nuestra posibilidad de pensar, de aprender a pensarnos desde nuestras prácticas y sus contenidos ético-políticos.

Esta situación requiere de la convergencia de factores tales como la adopción de una actitud crítica, trabajo transdisciplinario, intervención social, visión política de lo cultural y visión cultural de lo político, con el fin de alcanzar a tener cierta claridad acerca de dónde estamos parados, de las especificidades de los contextos y de los procesos en que participamos y hacia dónde esperamos llegar. Porque en tanto somos seres pensantes es inevitable para nosotros teorizar, es decir, usar el lenguaje, las secuencias del lenguaje necesarias para formar teorías, para producir los conceptos, los núcleos de significación, para armar el discurso completo y suficiente que todos podemos entender porque es producido por nosotros mismos. Entonces, en correspondencia con esta actitud, nos concierne leer con escepticismo el mundo dado, mirar con atención y detenidamente los procesos en los que actuamos, saber leer el mundo, saber escuchar los discursos y, sólo entonces, problematizarlos, criticarlos, captar la resonancia de lo que se dice para saber abordar lo que realmente está más próximo, lo cercano, lo evidente, lo que nos toca, lo que nos afecta.

Es por eso que las prácticas intelectuales en cultura y poder ponen en cuestión las fronteras disciplinarias académicas y las que se desarrollan en los contextos extraacadémicos, con el fin de revisar las relaciones de la universidad con los diversos sectores sociales. Por ejemplo, un fenómeno que debe debatirse es el de la actitud de ignorar o desacreditar en el ámbito académico de la Escuela Interamericana de Bibliotecología algunas prácticas intelectuales de intervención sociocultural que adelantan bibliotecólogas, bibliotecólogos y bibliotecarios, quienes actúan significativamente en esferas culturales periféricas, populares, desarraigadas socialmente, y que al no ser tenidas en cuenta contribuyen a cierta deslegitimación de la profesión en nuestro medio.

El discurso del sistema dominante nos quiere vender la idea de que el intelectual es un personaje marginal en la sociedad, pero esto no es cierto. Tal vez sólo sea un marginal frente al poder, pero el verdadero intelectual, el que se apoya en una ética coherente con la justicia, con la cooperación y la solidaridad, interviene en el espacio público y lo transforma para mejorar la situación social y política de una comunidad. A diferencia de los intelectuales que ocupan una posición estructural de privilegio, que se concentran en intereses personales y grupales basados en el individualismo y se convierten en administradores de ideologías.

Otro asunto que es necesario superar es el debate en que se han trenzado muchos intelectuales por definir y distinguir lo que hacemos bajo la etiqueta de Estudios Culturales en el sentido anglosajón frente a los Estudios Culturales o prácticas intelectuales latinoamericanas, puesto que ya está bastante claro que es posible un trabajo teórico y práctico que desarrolle estrategias de crítica, de resistencia y superación del colonialismo. También tenemos que deshacernos de esas etiquetas ridículas que nosotros mismos aceptamos sin pensarlo muy bien, y que designan nuestra producción intelectual como estudios subalternos o periféricos o marginales, puesto que a partir de nuestra autodeterminación, de nuestra autonomía intelectual, también somos un centro desde el que podemos desarrollar las categorías propias de los estudios de nuestra realidad sociocultural, mediante un diálogo inter/trans/disciplinar que nos permita recurrir a los aportes e instrumentos teóricos de los intelectuales de otras esferas, pero ya no desde nuestra postración mental, sino desde la legitimidad de nuestra independencia.

Tal vez en el campo de las ciencias sociales el error ha consistido en concebir nuestras sociedades, nuestras culturas, como máquinas triviales, como grupos humanos que siempre hacen lo mismo, que tienen comportamientos predeterminados, que pueden ser fácilmente predecibles. Quizá el error más grave consiste en creer que en el campo de los estudios sociales desde la perspectiva científica, los seres humanos pueden ser dirigidos como las máquinas triviales que hemos inventado. Esta es una ideología que ahora viene reforzada por ciertos estudios aplicados de una peligrosa corriente de la tecnocultura, orientada al diseño y desarrollo de fenómenos culturales.

Vamos a aceptar entonces la idea de que los seres humanos no somos máquinas triviales, y que todo tipo de organización humana es en esencia un conjunto de actos de lenguaje, es una red de comunicaciones. Entonces lo primero que se nos revela a partir de esta idea es que el sistema mundo que impera actualmente nos trivializa, nos quiere obligar a pensar que siempre reaccionamos de forma predeterminada ante las cosas dadas, es decir, nos hace creer que somos máquinas triviales, siempre predecibles, que nuestras necesidades vitales ya han sido determinadas y que, además, los satisfactorios de esas necesidades ya están creados y los tenemos al alcance, siempre y cuando dispongamos de la capacidad adquisitiva para pagar por ello. Además se nos dice que ese es el mundo feliz del que no podemos escapar, y se nos infunde el miedo a perder nuestra tranquilidad y a que nuestras creencias sean perturbadas. Estas son, palabras más palabras menos, las características de un sistema sustentado en el terror.

En este punto podemos vislumbrar los dos componentes históricos que han marcado el destino atroz de la humanidad. Quienes han ostentado el poder se han empeñado obstinadamente en hacer que los sometidos actúen según esperan que se comporten como medios o instrumentos para sostener, aumentar o perpetuar su poder. Y por otro lado, la mayoría de los sometidos se han entregado a una especie de inercia espiritual, en la que no hay ningún esfuerzo para pensarse y concebirse como algo más que máquinas triviales al servicio de un sistema, y renuncian a su dignidad humana para entregarse a la tranquilidad de una vida aparentemente con sus problemas vitales solucionados, o se abandonan a unas creencias que temen perturbar a pesar de su pobreza. Si aceptamos la idea de que no somos máquinas triviales, puesto que no sólo somos cuerpo sino además y, esencialmente, seres pensantes, podemos afirmar que nuestra dignidad humana se ratifica en el acto del pensamiento autónomo.

Es así como la perspectiva de los Estudios Culturales y de las prácticas intelectuales en cultura y poder, aunque hoy parezca un campo sinuoso y difícil de trasegar por las rupturas disciplinarias y hegemónicas que supone, son la oportunidad que tenemos de convertirnos en actores protagónicos de nuestra propia obra, de revalorar y resignificar lo propio, de instaurar una axiología en la que nuestra autobiografía sociocultural se convierte en la cartografía de nuestra identidad. En este escenario de autorreconocimiento es posible mapear esa red de correspondencias y conflictos que no sólo heredamos de la tradición, sino que además estamos construyendo hoy, en tanto que somos actores e interventores de nuestra propia historia. Y es a través de este proceso de reconstrucción de nuestra historia pasada y presente, y también a partir de la toma de posición como intelectuales, como podemos superar el problema de nuestras prácticas sociales anómicas y acríticas, que han terminado por convertirse, cuando mucho, en un activismo sin reflexión y, en consecuencia, sin identidad. Porque, ¿qué somos si no un puñado de profesionales que hemos perdido el sentido de lo público, de la misión social que nos reclaman nuestros conciudadanos? Pues es necesario ser mucho más que una mafia de tecnocrátas actuando de espaldas al mundo que nos circunda, por atender las aspiraciones de proyectos de otras sociedades con intereses y necesidades muy distintas a las autóctonas.

Así pues, en la medida en que aprendemos a pensarnos, es decir, a enunciarnos, ponemos en escena nuestra cosmovisión y nuestras decisiones, entonces, y sólo entonces, tendremos un pensamiento autóctono y una postura autónoma frente a la vida y el mundo, que no es otra cosa que una política, una ética, una estética y una economía de, por, para nosotros y como somos, en contraste con esa imagen desfigurada de lo que otros quieren que seamos. Pero hay que aclarar que tampoco es asumir la actitud del fanático que niega al otro, sino asumir la postura que nos define e identifica, como condición para dialogar y entenderse con el otro.

Ahora bien, lo que se nos presenta como urgente es que para empezar a aprender a pensarnos y, por lo tanto, para nombrarnos mediante un discurso autóctono, no recurramos a las respuestas inmediatas, a las que tan fácilmente nos han sido dadas por los tecnócratas apoderados de los medios de comunicación, sino que seamos radicales, es decir, vayamos hasta la raíz, recorramos el camino hacia atrás (como en el clásico cuento Viaje a la semilla de Alejo Carpentier), emprendamos la búsqueda en lo que tenemos más preciado, en lo más grande que aún conservamos, esto es, en nuestra tradición. Se trata de entrar en diálogo con la tradición, de empezar a recobrar la memoria y a trasegar por el camino de nuestra historia para redescubrirla, hasta hallar el origen de las preguntas que hoy planteamos, llegar a la esencia de lo que hoy se ha convertido problemático para nosotros, de lo que reclama nuestro pensar en serio, nombrar en serio y, en consecuencia, actuar en serio. Un claro ejemplo de esta actitud es la que ha ofrecido Eduardo Galeano a lo largo de su obra investigativa.

Toda fuga presupone un desencuentro, una toma de distancia, pero a la vez un encuentro asombroso, una nueva forma de estar en el mundo. Lo que los Estudios Culturales y las prácticas intelectuales sugieren es una fuga de la anomia, de la inercia, de la pasividad, de la pobreza mental que el sistema mundo actual ha provocado. Y en consecuencia, el encuentro de un campo a explorar, con sus altibajos y con todo lo que tiene de incierto y sorprendente, cuando se trata de abrir las ciencias sociales y producir un cambio cualitativo radical en el discurso que problematiza la cultura, y con el riesgo que corren de ser excluidas y silenciadas las formas autóctonas de producir un conocimiento en el que se privilegian los aspectos políticos, éticos y estéticos sobre los tecnocientíficos y económicos. Porque lo que no ha podido comprender la ciencia que pretende medir, explicar, controlar y predecir, es que las comunidades humanas son impredecibles, diferentes y sorpresivas, es decir, nada que se parezca a lo trivial, porque lo trivial es lo que produce siempre el mismo resultado.

Nota:
(2) MATO, Daniel (Coord.). Estudios y otras prácticas intelectuales latinoamericanas en cultura y poder. Caracas: Clacso, 2002; p. 22